lunes, 13 de julio de 2009

Si yo muriera mañana

Si yo muriera mañana… aprovecharía este momento para aclarar algunas cosas. Las aclaro para mí misma, porque al ponerlas por escrito me doy cuenta de que son verdad. Tienen mayor poder. Mayor significado.

Fue agradable estar aquí. Existir. Respirar. Vivir. Admito que estos últimos meses se ha vuelto cansado y desgastante, pero creo que ha valido la pena. Valió la pena llorar tanto que creí que en algún momento me deshidrataría. Valió la pena reír por horas hasta terminar retorciéndome en el suelo sosteniendo mis costillas como si se fueran a salir. Valió la pena suspirar tanto que parecía asmática. Valió la pena gritar hasta quedarme afónica. Valió la pena caminar bajo la helada lluvia hasta conseguir varios resfriados de campeonato; dormir sobre la hierba hasta que tuve toda una colonia de insectos habitando en mi cabello; deambular en minifalda por las calles de pueblos famosos por sus violentos métodos; hacer llorar a mis mejores amigos; hacer reír a quienes me caían mal; jugar con mis perros hasta terminar semi-desangrada por sus malditas pulgas.

En todo esto casi nunca estuve sola. Siempre hubo alguien conmigo para disfrutar esos estúpidos momentos que al final son los más valiosos. Una hermana, una amiga, un novio, un primo… siempre había alguien dispuesto a recorrer el camino conmigo. Dispuesto a tomarme de la mano. Dispuesto a ayudarme a levantarme si tropezaba. Aunque… sí, muchas veces me hundí en mi soledad privada (y por supuesto, imaginaria). Pero no importa. Siempre me tuve a mí misma (o a las muchas versiones de mí), a mis historias, a mis personajes, o a la ilusión de ella (que al fin y al cabo no era real y que fue lo más cercano que tuve a un amigo imaginario).

Estar sumergida en mi paranoia de estar sola me hizo apreciar el silencio y la quietud. Me hizo voltear a ver a la pequeñísima fracción del mundo por el que vagaba. La cuidad, mi pueblo. Traté de capturar momentos solitarios. Algunas veces lo logré. Me di cuenta de que este mundo es un lugar de sobrecogedora belleza que muchas veces pasa desapercibida.

Cada amanecer, atardecer y anochecer. Cada luna llena, cada débil sol. Cada árbol, roca, nube, banco de neblina. Cada sombra, cada rayo de luz. Cada montaña, volcán y cerro. Todo es único y terriblemente magnífico.




Por eso supongo que, si conservo mi actual consciencia allá a donde me vaya después de morir (si es que existe algo como “el más allá”), echaré de menos vivir.

Echaré de menos la pálida luz azul de los amaneceres que a veces me sorprendían cuando ya estaba en la escuela. Extrañaré el sonido esquicito y muy ordinario de las golondrinas que se afanaban en hacer sus nidos afuera de los salones de secundaria. Extrañaré el increíble, y a la vez infinitamente común, color castaño claro de los ojos del que alguna vez fue mi mejor amigo. Extrañaré el perfume de algunas personas, esa fragancia que podría reconocer en cualquier lugar, en cualquier tiempo. Extrañaré la adrenalina corriendo por mis venas y el azote del viento helado en la cara, y ver volar mi cabello sobre mis labios. Extrañaré mucho escribir; ver cómo las ideas van tomando burda forma sobre el papel mientras trato de imprimir mis pensamientos desgarbadamente.

Extrañaré lo reconfortante del dolor, lo amargo de la ilusión, lo volátil de la felicidad, lo agradable de las heridas del corazón y de la mente, y lo cálido de la fría tristeza. Extrañaré llorar, gritar, correr, saltar, reír, suspirar, hablar, pensar, leer, observar. Extrañaré a algunas personas, o lo que en mi mente significaban para mí.

Con todo esto puedo decir que a mis diecisiete años, dos meses y doce días de vida… me ha gustado vivir.

Me ha gustado vivir… pero ha sido suficiente.