lunes, 17 de octubre de 2011

Alguien tiene que ceder

No, no, no, no me gusta quejarme. Me gusta parecer fuerte.
Pero... a veces solo necesito escribirlo.
No nunca me ha molestado demasiado toda la atención que le prestan a ella, ¡yo le presto aún más! Lo que me duele es que no me prestan ni la mitad a mí. La mayoría de las veces pues, chingá, me aguanto. Sé que no pueden repartir equitativamente su interés, aunque traten; la prefieren a ella, porque ella es la más inteligente, la más responsable (¡no es cierto, no lo es! ¡no es, como nosotros...!). Ella es bonita y saca las mejores calificaciones, y tiene muchas amigas y es normal. Ella es amable, es generosa, altruista, es buena. Solo se le pueden reprochar sus arranques de mal humor, pero la mayoría los desquita conmigo, así que ellos no los notan mucho.
Ella logra algo, ¡cómprenle un pinche pastel, helado, lo que pida!
Yo logro algo. Pues... eh... bien hecho?
Ella se enferma. Puta madre, al hospital, corran, se nos muere!
Yo me enfermo. Ya deja de toser, me pones de malas.
Me hacen llorar, porque cuando estás enfermo, lo único que quieres es que te apapachen, que te cuiden, que te tengan un poco de compasión. No que te digan que te calles porque no los dejas dormir.
A veces me canso de las sobras. No es muy común, pero lo hago, raras veces. Me canso de que me den lo que ella no usa. Porque para ella todo es primero. Ella es la primera en elegir, y si de casualidad yo voy primero, tengo que pensar en ella, en lo que ella querría, dejarle lo mejor, elegir lo que ella probablemente despreciaría.
NO ME GUSTA QUEJARME, pero me doy lástima.
Ella, la princesa, puede quejarse todo lo que quiera, todo lo que den sus pulmones y su mal genio. Puede demandar cosas, afecto, mi presencia incluso, puede pedir a gritos que se cumplan sus antojos, puede querer y conseguir. Ella pide dinero, aunque este sea escaso, y yo me resisto porque me siento culpable, porque yo no debo pedir algo de lo que hay poco, no es justo, no.
Ella ocupa a manos llenas, derrocha, actúa sin pensar en las consecuencias, sin pensar en su familia, sin pensar, por supuesto, en mí. Ella es el centro, centro de todas nuestras preocupaciones. Yo soy quien tiene que ceder, siempre.
De alguna manera, incluso recuerdo los pequeños detalles. Cuando nos compraban atuendos iguales (¡ay, parecen gemelas!), ella se enojaba conmigo si decidía ponerme el mío el mismo día que ella. Tenía que cambiarme de ropa. Terminé detestando la ropa que a ella le gustaba, por simple hábito. No podía vestirme como ella, a ella le pertenecía el estilo. Mis gustos se distanciaron de los suyos de ahí en adelante. Yo siempre cedía.
Y me he quejado tanto, y sé que me arrepentiré de haber escrito esto contra ella, ella que ahora está enferma, que solicita mi presencia y probablemente haga que prenda el boiler para que se bañe o le lleve más agua, o le acerque su celular. La quiero tanto que no es justo, porque entonces me siento aún más culpable. Perdón, es mi culpa, perdón... te quiero, hermana.


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